domingo, 27 de septiembre de 2015

Antítesis.

Traté de salvarte, pero no podía luchar contra ti.
 Te convertiste en el arma y en la víctima a un mismo tiempo. Eras la única persona capaz de herirte.
 Pero también la única capaz de curarte.

 Me recuerdo corriendo hacia a ti mientras te alejabas. Extendiendo el brazo con la vana esperanza de alcanzarte.
 Pero, en ese glorioso momento en el que estaba a tan solo centímetros de ti, a punto de llegar a tu altura, rabiando del deseo de querer salvarte, saboreando el momento en el que por fin te miraría a los ojos y te diría
 “quédate”
 o “no hagas esto”
 o “no me hagas esto”
 o simplemente “no”…
… te escurrías de entre mis dedos y te alejabas serpenteando y corriendo de nuevo.
 Corriendo siempre.
 Huyendo de todos.
 De mi.
 De ti.

 Solo tú podías salvarte.

 Cuando por fin te detuviste; cuando por fin me dejaste pararme delante de ti y mirarte a los ojos…
 Tenías la esperanza a tus pies, pero no te dignaste a bajar la mirada.
 Y, para cuando yo me agaché a recoger esa esperanza por ti
(y tras ponerme en pie, con los últimos restos de la caja de Pandora revolviéndose entre mis manos), tú ya te habías ido.
 Pisoteabas las ilusiones como pisoteabas las flores caídas de los árboles en primavera.
 Sin importarte nada.
 Sin importarte nadie.
 Sin importarte yo.